La caída de Mosul y el hundimiento del ejército iraquí tras su enfrentamiento con los yihadistas del Estado Islámico de Irak y Levante (EIIL) suponen un giro de primera magnitud en el cada vez más abierto conflicto entre sunníes y chiíes que azota Oriente Medio.
El espectacular avance de los yihadistas, que solo puede explicarse por el apoyo más o menos directo de las tribus sunníes iraquíes, ha dado el golpe de gracia a la idea de un ejército nacional iraquí, y por tanto de un país que mantenga su unidad pese a las diferencias religiosas y étnicas. Que el ayatollah Ali Sistani, un símbolo permanente de moderación durante los violentos años de presencia norteamericana, haya realizado un llamamiento a la movilización de los chiíes frente a la amenaza del EIIL supone la materialización de la ruptura entre las dos principales comunidades religiosas.
Los acontecimientos en el Norte de Irak son también la última prueba del fracaso de la intervención norteamericana en un país que Washington nunca supo comprender ni gestionar. Hay que reconocer, no obstante, que una parte importante de la culpa de la situación actual la tiene el Primer Ministro Al-Maliki, el hombre que tuvo una oportunidad irrepetible para estabilizar el país, en un momento en el que los elementos más radicales de ambos grupos religiosos estaban reducidos a la marginalidad. Al Maliki eligió el sectarismo frente a la reconciliación y las consecuencias no se han hecho esperar
Los acontecimientos colocan también a EEUU ante la paradoja de compartir intereses estratégicos con Irán y en contra de sus tradicionales aliados en la Península Arábiga. En realidad si hay alguien que haya mejorado su situación en la permanente situación de conflicto en que vive Oriente Medio ese es Irán. Teherán avanza rápidamente hacia la ruptura del aislamiento internacional, ha conseguido con la ayuda de Rusia la supervivencia de su aliado sirio Bachar el Assad y ahora se ha convertido en un actor necesario para apoyar a un gobierno iraquí controlado por la mayoría chií y amenazado por lo que Occidente califica de terroristas peores que Al Qaeda. Y que, por cierto, representan los intereses de los enemigos ancestrales de Teherán: las monarquías sunníes de la península Arábiga.
El presidente Obama duda de nuevo. Es lógico que la perspectiva de introducirse otra vez en el avispero iraquí provoque dudas en cualquier político norteamericano medianamente prudente. Y hay que reconocer que la decisión sobre lo que debe hacerse es realmente difícil. Pero la inacción es incompatible con la aspiración a mantener el liderazgo mundial.
Apoyar al gobierno de Al Maliki parece la opción más lógica, pero significa ponerse del lado de un gobernante sectario y alineado con Irán, que ha demostrado no ya incapacidad, sino falta de voluntad para estabilizar su país. Un abierto apoyo norteamericano al gobierno iraquí significaría también una nueva bofetada a las monarquías árabes, a añadir a la que Obama ya les ha propinado en el conflicto sirio.
Por el contrario, no apoyar al gobierno iraquí y dejar que el EIIL y sus aliados sunníes obtengan ventaja significaría reconocer que un grupo yihadista surgido de Al Qaeda se convierta en uno de los grandes beneficiarios de la situación creada por la intervención norteamericana. La perspectiva de un emirato yihadista a caballo de Siria e Irak resulta ciertamente estremecedora.
Otra posibilidad es apoyar a los dirigentes del Kurdistán para que actúen como punta de lanza en la contraofensiva. Pero es una posibilidad no exenta de riesgos. Posiblemente los kurdos aprovechen la ocasión para satisfacer mediante hechos consumados todas sus antiguas reivindicaciones, como ya han hecho al ocupar la disputada ciudad de Kirkuk y sus valiosos campos petrolíferos adyacentes. Si los peshmergas kurdos expulsan al EIIL de Mosul será bastante difícil que devuelvan la ciudad al gobierno de Bagdad de buen grado. Y cabe esperar que a la derrota de los yihadistas siga un enfrentamiento directo entre el ejército iraquí y los peshmergas. Aparte de que un Estado kurdo independiente y poderoso en el Norte de Irak exasperaría todavía más al ya muy exasperado gobierno turco, otro de los aliados de Washington cada vez más descontentos con su alianza.
El caso es que si Estados Unidos no hace nada, lo hará Irán. La obsesión occidental con el programa nuclear iraní ha dejado en segundo plano el hecho de que Teherán ha sido capaz de impulsar también, en algunos aspectos de manera considerable, sus capacidades militares convencionales y no tan convencionales. Ya ha demostrado en los conflictos de Líbano, Siria y en el propio Irak su habilidad para actuar fuera de sus fronteras mediante el envío de armas, equipos y asesores, normalmente gestionados por unidades especiales de la Guardia Revolucionaria como los grupos Qods.
La perspectiva de un ejército yihadista cayendo como una tromba sobre Bagdad es sin embargo remota. En realidad, incluso concentrando los recursos que pueda extraer de Siria, el EIIL no puede movilizar mucho más de una decena de miles de combatientes. Su triunfo en Mosul se debe más a los errores del ejército iraquí que a su propia potencia de combate. En realidad lo que le ha ocurrido a las fuerzas de Bagdad es lo mismo que experimentaron, en un grado menos dramático, los propios norteamericanos a finales de 2004. La concentración de fuerzas en los principales focos insurgentes en la provincia de Al Anbar, especialmente en la ciudad de Faluya, obligó entonces a reducir considerablemente la guarnición de Mosul, ocasión que aprovechó la insurgencia para asaltar la ciudad, poner en desbandada a la recién formada policía iraquí y ocupar diversas áreas urbanas.
En los primeros meses de este año las tropas iraquíes habían concentrado su acción en las ciudades de Faluya y Ramadi, convertidas de nuevo en foco de insurrección, y eso les obligó a reducir las fuerzas en el Norte. Sin embargo, ni el EIIL ni las tribus sunníes tienen fuerza suficiente para ocupar Bagdad, donde sólo en el barrio de Ciudad Sadr se concentra un millón de chiíes especialmente belicosos a los que ni Estados Unidos pudo doblegar.
El problema es que sin llegar a Bagdad los yihadistas podrían alcanzar Samarra, y allí se encuentra uno de los lugares más sagrados del chiismo, la mezquita de Al-Askari donde están enterrados dos de los imanes históricos. La destrucción de la cúpula de la mezquita por Al Qaeda en Irak en 2006 provocó ya un conato de guerra civil especialmente sangriento. Si el EIIL arrasa ahora el lugar santo la consecuencia sería un choque brutal entre una yihad sunní y otra chií, que probablemente se extendería más allá del territorio de Irak. No en vano, Al-Maliki ha señalado Samarra como el punto de partida para el contraataque gubernamental, que es como decir que se trata de un punto a mantener a toda costa.
En cualquier caso, y aunque el EIIL difícilmente pueda triunfar a largo plazo, ya ha causado un daño probablemente irreparable. La guerra civil en Irak, que se ha mantenido en un perfil de baja intensidad desde la retirada norteamericana, se ha convertido en una guerra abierta que puede alcanzar proporciones similares a las del conflicto en la vecina Siria, con el que de hecho está ya totalmente asociada. La hoguera alimentada por ambos conflictos afecta ya al Líbano y a Turquía, y amenaza seriamente a Jordania. Las monarquías del Golfo, Irán e Israel son partes activas. Y pese a la reticencia del presidente Obama, parece difícil que Estados Unidos pueda mantenerse al margen. Lo que aparece progresivamente en el horizonte es una guerra regional de dimensiones considerables que puede acabar de manera definitiva con la configuración de Oriente Medio diseñada por las potencias europeas tras la Primera Guerra Mundial. Y de paso provocar una nueva crisis de suministro de crudo en un momento especialmente vulnerable para Occidente.
Fuente: defensa.com
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