Los fantasmas del pasado regresan a veces con fuerza inesperada, quizás porque nunca se convirtieron del todo en fantasmas. Veinte años después de la desaparición de la URSS nos encontramos de nuevo frente a un conflicto en Ucrania que reúne todos los elementos clásicos de la Guerra Fría.
Las entidades geopolíticas tienden a mantener sus constantes a través de los siglos y de los cambios de regímenes y modelos políticos. China ha sido siempre un imperio centrado sobre sí mismo y obsesionado por la seguridad de su entorno, dirigido por una élite funcionarial, que compensaba la tendencia centralizadora de Beijing con la relativa autonomía de sus gobernadores regionales. Rusia ha sido siempre un imperio inevitable, por vocación y posibilidades, que bajo el férreo mandato de dirigentes autoritarios ha buscado durante siglos la proyección hacia una Europa de la que se considera no ya parte integrante, sino líder por derecho. Y Ucrania ha sido lo que su nombre indica, una tierra de frontera, protagonista a su pesar de los vaivenes de la relación entre Rusia y el resto de Europa.
La actual situación de crisis tiene su origen en el principio que ya muchos expertos en relaciones internacionales han enunciado, siendo quizás el ya clásico Zbigniew Brzezinski el más conocido. Ucrania es una pieza esencial para la proyección de Rusia hacia Europa. Si el país se alinea de manera clara con los intereses rusos, la vieja aspiración imperial mantendrá sus posibilidades de convertirse en realidad. Pero si se decanta definitivamente hacia Occidente, Rusia verá cerrado su sueño europeo, teniendo que ejecutar una reorientacióin hacia Oriente que, si bien resulta atractiva desde el punto de vista económico y geopolítico, no satisface plenamente las aspiraciones profundas del alma rusa.
Vladimir Putin es prácticamente la materialización del dirigente ruso clásico. Empeñado en mostrar fuerza y energía, aparentemente oscuro e inescrutable en su gestión pero previsible en sus reacciones, al menos para los que no están del todo convencidos de la imagen edulcorada que a veces se presenta de las relaciones internacionales en el siglo XXI.
La revuelta de Kiev en las últimas semanas de febrero ha debido de ser un motivo de gran enojo para Putin, teniendo en cuenta que se ha producido de forma un tanto sorpresiva, cuando el movimiento de la plaza Maidan parecía debilitado tras meses de protestas, y Rusia estaba concentrada en su imagen en los Juegos de Invierno de Sochi. El hecho de que el éxito del movimiento no se haya debido tanto a una movilización masiva de la población como a la acción de grupos reducidos, pero muy bien organizados y equipados para una insurrección, ha tenido que introducir en la mente de Putin la sospecha de un golpe organizado desde el exterior para arrancar a Ucrania del espacio ruso de influencia en un momento crítico.
La reacción de Moscú tras el final de los juegos de Sochi no se ha hecho esperar. Y ha seguido un patrón y una argumentación ya conocidos de conflictos anteriores. Protección de las minorías rusas o de la población más identificada con Rusia, acusaciones de desestabilización e ilegitimidad hacia las nuevas autoridades de Kiev, y despliegue de tropas, que de hecho ya estaban presentes sobre el terreno, sin exhibición de distintivos nacionales, creando la duda sobre si se trata de fuerzas rusas o milicias locales.
Las imágenes no dejan lugar a dudas de que la mayor parte de los hombres armados desplegados en Crimea en la última semana de febrero son tropas rusas. Y toda la península ha sido ocupada sin resistencia en apenas dos días. Este primer paso es ya una declaración de intenciones. Crimea supone un interés vital para Rusia, y Moscú está dispuesto a utilizar la fuerza para reafirmar esa idea. El movimiento supone también una trampa doble para el nuevo gobierno ucraniano. Cualquier intento por recuperar la soberanía de la península por la fuerza será una excusa para una intervención militar de mayor calado, como ya ocurrió en Georgia. Y aceptar la pérdida de Crimea supondría un golpe probablemente mortal para los dirigentes surgidos de la revuelta de la Plaza Maidan.
Pero la acción rusa no está exenta de riesgos también para Moscú. En primer lugar, aunque resulta ya evidente la falta de voluntad norteamericana y la impotencia europea para acciones de fuerza, Rusia puede sufrir sanciones y acciones de aislamiento que no beneficiarían en absoluto a su economía, que resurge ahora tras un periodo desastroso, pero con bases todavía endebles. En segundo lugar no está del todo claro el masivo apoyo de la población de Crimea a una anexión a la Federación Rusa. Hay importantes minorías que de hecho se oponen radicalmente a ello. Y lo peor que les podría ocurrir a las tropas rusas en Crimea es verse enfrentadas a un movimiento popular contrario a su presencia.
Pero la auténtica clave de la crisis ucraniana está en las regiones del Sureste del país, donde la población rusa es importante, aunque rara vez alcanza la mayoría, y la cultura predominante es rusa también, aunque eso no suponga una automática adhesión a un eventual regreso a la dependencia de Moscú. La penetración de tropas rusas en esas regiones supondría un “casus belli” al que las autoridades de Kiev no podrían dejar de responder y, aunque las fuerzas armadas ucranianas deben de encontrarse actualmente en un periodo de extrema confusión, que se añade a dos décadas precedentes de abandono, una resistencia mínimamente organizada podría suponer una dificultad considerable para las fuerzas rusas.
La orden de movilización de los reservistas lanzada por el gobierno de Kiev tiene en este sentido poco valor militar, pues solo añadiría más confusión a la situación actual de las fuerzas armadas. Pero sí que tiene valor como muestra de la determinación ucraniana para utilizar todos sus recursos en la defensa de su integridad territorial, lo cual podría poner al Kremlin en un aprieto.
Las fuerzas armadas rusas no son ya el desastre de la primera guerra de Chechenia en 1996, ni la fuerza con importantes carencias de la guerra contra Georgia en 2008, pero no parece que sean todavía capaces de emprender operaciones militares a gran escala de una manera eficiente. Ocupar el amplio territorio del Sureste de Ucrania, con una población que no es ni mucho menos homogénea en su apoyo a Moscú, podría convertirse en una pesadilla; y además abriría numerosas puertas a Occidente para intervenir en el conflicto, sin recurrir necesariamente a la alarmante intervención directa.
Por supuesto Putin tiene varios ases más en la manga. El apoyo a milicias locales o la adopción de medidas económicas contra Ucrania entre ellos. Pero aunque el presidente ruso es un actor autoritario y proclive al uso de la fuerza, no es en absoluto irracional. Probablemente Moscú busca en mayor medida reafirmar su interés vital en Ucrania, que proceder a una partición del país. Parece claro que Putin trata de desacreditar e incluso derribar al actual gobierno ucraniano, buscando un pacto que abra el camino a unas elecciones en las que pueda influir utilizando su tradicional estrategia de palo y zanahoria. Y contrastando la disponibilidad rusa para la acción con la aparente incapacidad europea, puede que una parte importante de la población ucraniana llegue a la conclusión de que quizás vivan más tranquilos si mantienen una relación privilegiada con Moscú que con Bruselas. O eso al menos es lo que espera Vladimir Putin.
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